domingo, 17 de mayo de 2009

Lluvia

Martín no podía dormir. Estaba lloviendo a cántaros y él no paraba de dar vueltas de un lado hacia otro sigilosamente, para no despertar a Ana que yacía a su lado. El la miraba analizando su cuerpo desnudo, sin la habitual perspectiva de deseo quizás porque acababan de hacer el amor. La tocaba con los ojos, recorriéndola lentamente de pies a cabeza. Frágil, cómo de juguete, parecía tan nimia al lado de él.

Sus cuerpos se le presentaban aquella noche como contenedores de energía atómica. Sentía que los comprimían, que no les permitían explotar la potencia de su espíritu. Los placeres sensibles estaban verdaderamente limitados por el continente de carne y huesos.

Hacer el amor con ella era alucinante. Con los cuerpos, pese a ellos. ¿Y si no estuvieran los cuerpos?, pensó. Se graficó la posibilidad de hacer el amor sin ellos, fuera de ellos. Que ambos fueran sólo sustancia divina, almas entrelazadas bailando por un pneuma ilimitado, chocándose cómo olas en el mar, rompiendo en la arena de una playa cósmica. Sin límites espaciales, fusionándose, separándose, siendo un alma sola, dos, tres, cuatro, volviendo a la unidad y después a duplicarse de nuevo.

La posibilidad de tomar distintas formas lo entusiasmó. Mientras, ella acomodaba inconcientemente su cuerpo contra el de él, rozándolo suavemente cómo una brisa. La imaginó tan volátil cómo el viento sobre los árboles. Él, a su lado se sintió la lluvia que empujada por el viento moría largamente contra el asfalto. Cerró los ojos y de pronto sintió también el cemento contra su cuerpo, contra todas sus células en forma de gota que impactaban amablemente y que poco a poco iban transformándose en un charco deforme y enorme, hasta caer en un pozo que se llenaba y de golpe rebalsaba de él.

Dejó de llover afuera e instantáneamente la pequeña travesía metamórfica de Martín llegó a su fin. De a poco fue volviendo a su antigua forma con cabeza, pies y manos. Símbolos de la humanidad recuperada junto a las sabanas y la ropa, que era más incómoda que antes (la remera de Led Zeppelin que usaba para dormir nunca había molestado tanto). Se levanto de la cama, agarró los cigarrillos que estaban sobre la mesa de luz y fue hasta la cocina a tomar una cerveza para relajarse y ver si al fin podría conciliar el sueño. Apoyado contra la mesada, encendió el cigarrillo. Disfrutó largamente cada pitada, repasando su aventura pluvial. La sed lo llevo a la cerveza y sorprendido creyó encontrar en el envase la leyenda “Cuidado que se rompe”. Cómo si de una profecía etílica se tratase, al intentar agarrar la botella, ésta resbaló de su mano y cayó generando una estruendosa explosión de líquido, espuma y vidrios.

-La reputísima madre que me p…
-¿Gordo, sos vos?, ¿Estás bien?, gritó Ana unos segundos después, sin dejarle terminar el improperio.
-Si bombón… estoy bien. Se me cayó una botella.
-¿Y que haces a esta hora ahí?... ¡Vení a dormir que tengo frío!
-¿Y que voy a estar haciendo? ¡Tenía sed! Limpio y voy.

Resoplando, Martín buscó la escoba y la palita en el lavadero. Mientras limpiaba fue recuperando la calma y quizás por impulso del accidente la antigua inquietud volvió a cundir: ¿Qué pasaría si nuestro envase se castigara tanto que un día se rompe? La respuesta, tal vez por que ya era de madrugada o porque pese a la cerveza inconclusa, el cigarrillo había caído demasiado bien, fue resuelta rápidamente de manera platónica. Se contesto a si mismo que el contenido de su envase en caso de romperse, seguramente se esparciría por todos lados aunándose con el todo y sería cómo la lluvia contra el asfalto. Por ahí Ana, si también se rompía sería cómo el viento sobre los árboles. O simplemente ambos escaparían de sus celdas corpóreas y podrían ser maravillosamente libres.

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